La suerte está echada / Santa Rosalía y su tiempo (I)

Bobby García

Santa Rosalía y su tiempo (I) 

Tal parece que los jinetes del Apocalipsis tienen su guarida en cachanía. Y dígame usted si no querido lector: desde siempre ha padecido la explotación laboral; su verano es un infierno sin agua y con cortes de energía eléctrica casi todas las noches; la droga y el vicio la asaltan por las cuatro esquinas; no hay línea aérea, ni cine y el transporte marítimo es muy errático; las fuentes de trabajo escasean y la minera El Boleo parece que se va; las calamareras son intocables y ponen el precio que les viene en gana al producto de los pescadores; los tres últimos alcaldes y sus incontables ladrones  tomaron por asalto al municipio empobreciendo la comunidad y enriqueciéndose ellos hasta el hartazgo. Y para colmo de males parece ser que el  Dios Vulcano de repente bosteza y lanza bocanadas de fuego al pueblo…¡y como la inmensa mayoría de casas son de madera! las consecuencias son casi terroríficas.

El primer contacto que tuve con los incendios en mi pueblo se remonta al final de la década del cincuenta. Recién había regresado de La Paz, ciudad en la que estudiaba para maestro. Era el mes de diciembre, unos días antes de la navidad o días después ya casi a fin de año. Me despertó el ajetreo de la familia. ¿Qué pasa? les pregunté. Hay un incendio y parece que es en Mesa Francia. Nos trasladamos en el carro de mi padre y cuando llegamos a la altura de la iglesia, pareció que el humo negro, infernal y dramático nos caería encima. Subiendo hacia Mesa Francia y en la curva para enfilar rumbo a la Dirección (cerebro de la empresa) explotó en nuestros ojos el voraz incendio: la casa que estaba en la lomita ya era casi consumida por el fuego. Escuché a mi papá y mamá que dijeron que era la casa de “Inesita”. Allí germinaron en mi mente las primeras imágenes de un incendio; allí se grabaron en mis oídos el bramido sordo del fuego y el lamento “crujiente” de los barrotes en llamas, a punto de caer. Tal pareciera que la casa toda temblaba en los escombros y el humo en el estertor salvaje de la muerte. Como a los dos años (1958) terminé la Normal y me comisionaron a mi pueblo. Un domingo, siendo conscripto realizaba, junto con los demás compañeros de clase, los ejercicios rutinarios que nos imponía la ordenanza castrense, en la cancha de Mesa México. Pasó el teniente, saludó y continuó rumbo a la bajada. A los pocos minutos escuchamos fuertes silbatazos y vimos corriendo al teniente. ¡Firmes, flanco izquierdo, paso veloz! Y allí vamos en columna de tres hacia la bajada de la colonia. Cuando alcanzamos a divisar el pueblo vimos una inmensa masa de humo negro con lengüetazos de lumbre como a la mitad del cuerpo que forma el pueblo desde Calle Playa hasta Calle Once. Allí viví más de cerca un incendio en mi pueblo. Se estaba quemando el lote de calle Ancha. Apenas iniciábamos la bajada cuando se escuchó una explosión: instintivamente miré y una bola gigante de fuego se alzó entre la columna de humo; había explotado un tanque de gasolina. Llegamos y por turnos entrábamos a tumbar píquetes, tomar baldes de agua, quitar láminas, etc. Para mediodía regresé a mi casa con el cuerpo y la ropa renegridos por la acción del incendio. Casi nada se puede salvar cuando el Dios Vulcano sopla sobre un lote; allí se construyó la secundaria, luego fue guardería y se construyó el mercado municipal. Pasaron como diez años y nuevamente nos asaltó otro incendio. Ahora fue en el hospital viejo. Y bien que me acuerdo pues era quince de septiembre y a la mera hora que “mi oratoria” mantenía atento al público, pues fui el orador oficial en la fiesta patria, el público empezó a levantarse y dejar solas las sillas; en un momento quedé solo en el templete. Toda la gente corría. No me había dado cuenta pues estaba absorto en mi discurso memorizado, que el silbato de la fundición se había escuchado así como claxon de autos. Me bajé y corrí a la esquina donde estuvo la peluquería de Fernando González, miré que Ramón Bastida, hijo, pasaba corriendo, le pregunté qué pasaba y me informó. Lo acompañé en su carrera. Y otra vez en mi cerebro se dibujó el gran incendio que germinó en mis ojos. Pasaron los años y como a los diez –otra vez-  nuevamente el silbatazo de la fundición nos anunció otro desastre. Era el mes de marzo un día por la mañana. Salí a la calle Obregón y miré la enorme columna de humo entre lengüetas de lumbre. Se estaba quemando el mercado. Fue un incendio pavoroso ya que se quemó todo y la lumbre brincó la Obregón y se instaló en el local de El Pollito y la mueblería Nuño –ahora  Bancomer- Un operario de la empresa con una máquina derribó una farmacia (ahora es Banamex) para aislar la conflagración. Sin esta acción posiblemente el incendio hubiera arrasado todo, hasta la iglesia. Mi correo: raudel_tartaro@hotmail.com Alea Jacta Est. 06-09-12. Continuaré el miércoles.12

¡Comparte!