Juan Melgar
Sopla el ventarrón inmisericorde sobre el rústico enjaule de palodearco y palmas que cubre al infelizaje reunido esta tarde en ese aguaje semiclandestino que se hace llamar –algo pomposo, ciertamente— Los 7 pilares. Nadie parece escuchar el lloro del viento, pues la voz de piedras rodantes del Viejo Chamán yaqui se impone sobre los aullidos lobunos de esta collita que por semanas ha estado enfriándole los lomos al puerto:
— Desde el camarada Ricardo Flores –que murió frente a estos ojos en una prisión gringa—, no había escuchado yo una explicación tan sabrosa acerca del pasado de esta nación, a la que los historiadores de bronce le han inventado héroes a modo, light, de esos que no tienen pasiones, ni resbalones, ni dudas… Según ellos, Morelos no era un recio arriero mulato, patizambo y cabrón, sino un curita ojiverde muy fino, igualito a Tony Curtis. Y el joven gachupín Javier Mina, con sus hermosos motivos libertarios, apenas si tiene alguna mención desabrida en la historia oficial, mientras que el reaccionario y oportunista Iturbide es tratado como el héroe de Acatempan, en tanto que el sufridor Guerrero es apenas su patiño… A alguien había que abrazar, ¿no?
Expectante, la tribu de muertosdehambre reunida al amor de las hornillas y el trago en el menos aburrido de los bebederos porteños del litoral Pacífico, desde Puerto Mont hasta Anchorage (si hemos de creer al anciano brujo de la Pimería); expectante, pues, la perrada se le queda viendo al correteado Chamán, como diciéndole: ¿Y…? Los casi tres siglos que –dicen— el viejo trae pirograbados en el pellejo le obligan a dar dos, tres besitos medidos a la forjada, y un jalón largo, profundo, teatral, al cigarrito mojado que guardan los dedos medio, índice y pulgar de su siniestra mano, antes de soltar a retozar los sonidos de contrabajo que brotan de su boca para caer en las orejotas de su ya atrapado, aperingado público:
— Este conferenciante atípico, malcriado y juguetón, tuvo la semana pasada a un público universitario atento a su rollo: «Odié a mi maestro de Historia, un zuato que llegaba a la Prepa Uno a leernos unos apuntes plagados de pendejadas; así, el cura Hidalgo era un ensotanado insulso, que se oponía a una corona española de la que había que independizarse y… Pero me reconcilié con la Historia y con ese cura de pueblo cuando años después me encontré con los documentos de la época: Hidalgo era un cura culto, que hablaba siete idiomas: cinco europeos, además del purépecha y el otomí. Leía no sólo a Voltaire y los enciclopedistas, sino que hablaba con los indígenas para entender sus demandas de justicia. Le gustaban las mujeres y con ellas tuvo eso que los elegantes llaman trato carnal… y varios hijos. Inició una revolución social al frente de los desposeídos de la tierra: los indios. ¿Cómo no admirar a un hombre así?». Pues como que me identifiqué ahora sí, y me reconcilié yo también con aquellos héroes que nos dieron patria, dibujados ahora por un historiador atípico: hombres y mujeres de a de veras, no muñecos sin nervio ni sustancia.
–¿Y qué ganan los historiadores oficiales contándonos esos cuentos con personajes de cartón? –quiere saber El Bolas, joven inquisitivo de El Calandrio.
— Ganan los gobiernos a los que sirven. La Historia bien contada es subversiva –interviene Carambuyo Bill, hombre de fronteras, apreciado en las tres Californias por sus buenas maneras en el beber y en el vivir–. Aquellos historiadores de bronce han sido sustituidos por los de plástico («como Krauze y Aguilar Camín, dijo el de la conferencia»), que hacen tanto daño a los estudiosos como sus colegas del pasado.
–¿Tú también fuiste a escucharlo, Carambuyo?—pregunta El Bolas.
— Conocí al conferenciante en los rebumbios del 68, y quise ver si había cambiado; pero no: sigue bebiendo Coca y fumando tabaco como cuando era adolescente. Y lo principal: sigue hablando y escribiendo como anarco; una actitud poco común en estos tiempos de bandazos ideológicos. Se le cruzan ya los cables y olvida alguna palabra –como a todos–, pero sigue siendo fiel a su espejo: bienpensado y malhablado; ácido y cáustico; pero, como personaje de sus negras novelas, buenazo en el fondo, por la causa que defiende, que es la de la libertad de decir, de pensar, de hacer, sin que el Estado te vigile, conduzca, reprima o joda.
De ese pelo y tenor sigue la chorcha en el aguaje más desmadroso y chinampo del puerto. Se desvía un poco cuando, algo intoxicado ya, el Viejo Chamán empieza a contar a sus compas cómo vio morir estrangulado al anarcosindicalista Ricardo Flores, en Leavenwort, por un carcelero seguramente a sueldo de don Porfirio: «No. No pude hacer nada por él. Yo también estaba preso, en la celda de enfrente, desde donde nomás vi cómo el pinchi guardia –un gorila así de amplio–lo pepenó del gogote con sus manazas y…»
Como en novela decimonónica, desde la comba nocturna las estrellas hacen guiños a los hombrecitos que allá abajo, bajo la techumbre desgalichada de un bar astroso en un puerto sin renombre, hilvanan sus vidas miserables y buscan sentido a su historia. Uff.
Historiador y conferencia poco comunes: subersivos ambos para la parafernalia del centenario. Sabrosa recreación entre forjadas. Uff.