Felipe Zúñiga Meza
La peor de las cadenas…
Santa Rosalía, B.C.S.- Mil novecientos cincuenta y cuatro fue el primer gran «parte aguas» que experimentó Santa Rosalía, Baja California Sur. Cientos de familias emigraron hacia diferentes regiones del país en un éxodo pleno de experiencia, vocación y pasión en el trabajo que distinguía a este vetusto enclave minero francés, que por su génesis minera y una vez industriosa actividad fue un centro económico de relevancia en el Nor-Oeste del México pre y pos revolucionario y, a la vez, nutrió la mano de obra de ciudades en desarrollo como Ensenada, Tijuana y Mexicali, en Baja California, Hermosillo, Cananea y Guaymas en Sonora y, La Paz, en Baja California Sur.
Ésa «Cachanía», fue también materia prima en mano de obra especializada -soldadura, mecánica, torno, carpintería- para comunidades de este municipio. Podríamos decir –sin temor a equivocarnos-, que fue puntal para el desarrollo de Guerrero Negro, donde la actividad salinera, en ciernes, exigía esta especialidad. La Zona Pacifico Norte, principalmente donde la incipiente pesquería de especies exóticas, como el Abulón y la Langosta Roja, principalmente, habían provocado el desarrollo pesquero y, con ello, el florecimiento del cooperativismo, dando paso a la industria pesquera formal y a las bondades que ésta prometía.
De ahí que, mientras «Cachanía» se negaba a morir, otras comunidades en el entorno local –y regional- se beneficiaban con sus estertores.
Y surgió la otra historia. Una historia que ya envejece y que lejos de ser de auge, de progreso, fue la advertencia de la debacle en la cultura laboral, dando pie a la cultura del subsidio en la que hoy nos encontramos inmersos.
Después de algunos meses de la parálisis laboral a mediados del Siglo pasado, el gobierno de México decide crear la empresa paraestatal, Compañía Minera de Santa Rosalía, S.A. (CMSRSA), como una solución a los problemas laborales de la región y, principalmente, en apoyo a todas aquellas familias que decidieron no ser parte del éxodo del cincuenta y cuatro.
La empresa soportó por más de tres décadas varias adversidades. Una de ellas, la caída del precio del valor del Cobre en el mercado mundial después de las dos guerras mundiales y el arribo del aluminio al mundo industrial, sobre todo en el ámbito eléctrico. La otra, quizás la peor, la desmedida corrupción en las altas –y bajas- esferas de la minería, pasando a ser la CMSRSA fuente de riqueza personal de la cúpula gubernamental minera, así como del gerente local en turno.
Hasta que todo se acabó. El emblemático silbato que anunciaba la entrada y salida de labores quedo en silencio. Jamás se volvió a escuchar, aunque alguna vez un presidente municipal lo hizo silbar en las fiestas del centenario de la ciudad. Hoy es pieza de museo y parte de una historia que aun no se termina de contar.
En abril de 1983 la CMSRSA cierra sus puertas y abandona las minas. De nuevo, muchas familias de «cachanos» quedan sin trabajo. La situación es critica, solo la errática y desorganizada pesquería del Calamar Gigante ofrecía paliar la escasez de trabajo.
Es cuando el gobierno municipal, por órdenes del gobernador en turno, emplea a cientos de trabajadores liquidados por la empresa minera y da el segundo paso a la cultura del subsidio de la que aun no nos podemos liberar. Atrás quedo la escuela que resultaban ser los talleres mecánicos. El industrial con sus tornos, fresas, soldadura de alto nivel, entre muchas especialidades. El taller diesel, donde grandes palas mecánicas, cargadores frontales, e inmensos yucles eran reparados por mano de obra local.
La legendaria fundidora que luce hoy sin sus órganos vitales. Escueta. Vacía. Escuela de miles de obreros y fuente de mas increíbles leyendas, fábulas y, hasta tragedias. El eléctrico, el piso de carga y, las minas, donde se vivía más allá de la realidad. Una realidad soterrada bajo el oscuro manto de las vetas de Cobre y el olor a gases que perforaban los pulmones; donde el murmullo apenas de quienes por horas desentrañaban la tierra a golpe de pico y pala, entonando melodías de protesta se perdían en los cueles y contrapozos: «…Un día pregunte Yo padre que sabes de Dios/ un día pregunté yo, Padre que sabes de Dios/ mi Padre se puso serio y nada me respondió/ mi Padre se puso serio y nada me respondió/ mi Padre murió en la mina, sin rezo ni confesión/ mi Padre murió en la mina, sin rezo ni confesión/ y lo enterraron los indios, flauta de caña y tambor/ y lo enterraron los indios, flauta de caña y tambor…»
Ahora la historia es distinta. Pocos o, casi nadie, saben ya de todo cuanto pasó. Hoy la cultura del subsidio nos arrodilla ante políticos de escasa cultura y baja estofa. Nos arrodilla ante extranjeros «que chupan sangre para que otros vivan mejor». Una historia de espera, que no se supera, donde otros llegan para llevarse lo mejor sin queda –ni nadie- diga o haga algo.
Es esta la cultura del subsidio. La peor de las cadenas para un pueblo, para todos, para cualquiera.